*(Intento prosaico – en todo sentido- basado en el poema «Imperdonable»)
No estoy seguro de cuándo fue la primera vez, pero ya deben haber pasado más de diez años. Como toda persona que se inicia, no me fue bien; creo que esa noche no pude dormir, o si lo hice se me presentó un sueño donde me tocaba actuar de boxeador pusilánime, más parecido a un velocista de ring que a un auténtico púgil.
Lo cierto es que, cuando estuve por fin en la cama, sentí que no había sido un buen día. Intuí (era más ignorante entonces) que no era la mejor forma de empezar. La primera imagen que tuve vino acompañada de una turbación: una muchedumbre grisácea que me cuestionaba algunas actitudes. Los veía frente a mí. (Utilizo esta descripción caprichosamente, ya que la escena se situaba a la altura de mi frente, pero del lado de adentro; trataré de ser más claro en adelante). Lo llamativo era la nitidez de las caras que abucheaban; mucho tiempo después, al recordar aquel primer momento, descubrí que no había sido un sueño, que yo no había cerrado aún los ojos, y sin embargo seguía viendo a esa gente pidiendo (vaya ironía, aunque no podía esperarse menos) mi cabeza.
Lo que siguió fue más confuso: dos o tres golpes secos, de madera contra madera, y mi voz pidiendo orden. El griterío y las personas se disolvieron, y suspiré aliviado.
Reaparecieron algunas caras de la turba retirada y fueron ocupando los escaños de un estrado que surgió a la altura de mi oído derecho, también del lado de adentro de mi cráneo. La escena se hizo más clara, como si se disipara una niebla que antes no había notado.
Me vi entrar por donde se había retirado la gente, con las manos sujetas por esposas y la cabeza gacha, que sólo levanté para mirar el techo abovedado del recinto. Un uniformado me condujo a un banquillo que yo no había visto, frente al lugar donde estaba sentado –otra cosa que no había distinguido- ¡yo! Casi me desmayo. ¿Yo? Sí, yo, pero no el que iba caminando esposado; no. Yo con una túnica negra, golpeando con un pequeño martillo de madera, que volvía a pedir orden, apurado por comenzar la sesión.
Me senté en el banquillo con la sensación de querer despertar de un sueño inexplicable; el escolta, que se había quedado de pie junto a mí (aunque nunca pensé en escapar) me susurró que no se trataba de un sueño.
Alguien se acercó a hablar con el juez. Lo sospeché un abogado, a juzgar (perdón) por el traje fino y brilloso. Era apenas más alto que yo, aunque su cara se parecía a la mía. Fruncí el entrecejo, y pensé que si el guardián tenía razón, entonces me había caído mal el vino de la cena.
-Nada de eso- protestó el custodio-, ése sos vos, y también el juez, el acusado, el defensor, y tal vez yo.
Me bastó con un breve paneo de los nombrados para corroborar que no me mentía. Mi cara y mi cuerpo, con algunas variaciones según el rol, se habían multiplicado por la sala.
-Que el acusado se ponga de pié- ordené desde el estrado.
Me obedecí más por temor que por respeto. Las cadenas que unían mis manos tintinearon levemente.
-Señor (dije mi nombre, pero mi boca no se movió), en mi calidad de fiscal me acuso de haber adquirido un importante estado de ebriedad, de perseguir objetivos fatuos e ilusorios y de pernoctar con mujeres de vida licenciosa.
-¿Cómo se declara el acusado? –pregunté desde el sillón del juez.
-Me declaro en huelga- bromeé. El custodio me apretó el hombro, reprobando la humorada.
El defensor, que había entrado en silencio por una puerta que estaba a la altura de mi oído izquierdo, tomó la palabra:
-Momentito, que acá hay que aclarar algo. El señor –me señalé- tiene todo el derecho de disfrutar como más le plazca, teniendo en cuenta que no ha perturbado la vida de ninguna otra persona; así como es libre de sentarse a ver pasar nubes o a continuar su exigente búsqueda de una mujer afín a su corazón, si es que existen tales cosas.
Tuve la tentación de aplaudirme, pero la mirada del vigilante me intimidó.
La idea de estar asistiendo a un juicio en el cual me tocaba ejecutar todas las acciones me estaba pareciendo demasiado delirante. Volví a sospechar, secretamente, la opción de estar soñando.
-Bien, habiendo escuchado las dos partes, y considerando que le jurisprudencia no es aplicable en estos casos, me excuso por estar relacionado con las partes de manera indisoluble, de modo que no seré yo quién emita una sentencia. Si lo quieren linchar por lo que hizo, adelante. Si lo van a perdonar, bien por él.
Mis palabras como juez no me tranquilizaron. Me miré desde el banquillo, reprobando lo dicho por el excusado (perdón). Como fiscal, saqué de un bolso una silla eléctrica de juguete, pero como defensor agité la bandera de la libertad.
Me paré y pedí que me quitaran las esposas, y no sé si me las quité o me las hice quitar.
Probé un micrófono (ya estaba entrando en la primera somnolencia, creo) y dicté mi sentencia: dormir, y que los sueños se encarguen de darme descanso o suplicio, según lo crean conveniente. Cumplí mi primera condena de inmediato.
A partir de esa noche de debut, no pasa una semana sin que me encuentre en una situación similar, aunque debo reconocer que el trato con el juez y las partes es más fluido; algunas veces, por ejemplo, no se presenta el fiscal, y tengo que reemplazarme.
-Gajes del oficio- decía un psicólogo amigo…
Publicado en Prosa
Etiquetas: años, abogado, adentro, alto, aplausos, bóveda, bien, box, cabeza, cadena, cama, capricho, caras, cena, claro, corazón, cráneo, día, debut, derecho, dormir, escolta, esposas, excusado, fiscal, gente, golpes, gritos, hombre, huelga, idea, imagen, ironía, izquierdo, juego, juez, juicio, jurisprudencia, madera, manos, martillo, mujeres, negra, negro, niebla, noche, oído, objetivos, ojos, orden, palabra, pasado, persona, poema, poesía, Prosa, psicólogo, psicología, recinto, respeto, ring, rol, roles, sala, señor, seguro, sentencia, sesión, sexo, sueños, susurro, techo, temor, traje, uniforme, vida, vino, voz