No soy de acá; me trajeron cuando era chico. A medida que fui creciendo, descubrí las bellezas ocultas, las que están reservadas a los marplatenses de invierno (los que disfrutan las calles desiertas y los vientos capaces de llevarte donde nadie te conoce).
Siempre evité sacarme una foto con los lobos de la Rambla, así como caminar por la peatonal los domingos. Quise formar parte de ese grupo de gente que sólo va a ver el mar cuando sabe que no hay más que un par de pescadores aguantando los embates de la bruma furiosa.
Más allá de esta nota, traté de evitar los lugares comunes, y así descubrí una de las mentiras más arraigadas de esta zona (las demás las dejaré para más adelante).
Constitución duerme, yo la vi. El mote de “Avenida del ruido” no es más que una visión parcial, un anacronismo que apunta a convencer a la gente de que es el mejor lugar para no escuchar su propia voz; es la intención de alguna “mano negra” de crear un espejismo a partir de una premisa falsa.
Constitución duerme deshecha en un murmullo cortado, cada tanto, por el andar de un taxi desvelado que deambula, infructuoso y con temor, por el carril lento hacia la rotonda de la autovía. Hay un clack-clack que es vociferado con pausas tenues y monótonas por la caja que controla un semáforo que ya nadie obedece.
De una estación de servicios llega la música de una radio que intenta despejar el sopor frío de la noche de un sereno insomne. Frente a la estación, en el boulevar de la mitad de la avenida, un cartel que marca la salida de la ciudad cruje oxidadamente con la brisa que el mar convida a los pocos seres que se atreven a estar despiertos.
No andan ni los perros, ni se podría afirmar que los gatos sean pardos, en esta noche en que no se escucha siquiera el mugriento y apurado caminar de la ratas.
Un joven camina hacia la costa. Se detiene frente un paredón y no duda en orinarlo; la noche sin testigos le da permiso para agitar un aerosol de pintura y dejar escrito el nombre de alguna banda de rock una vez que terminó su fluida tarea. El patrullero no lo va a detener; pasa raudo por el carril de enfrente y dobla por Tejedor hacia Libertad. Tal vez un llamado de emergencia.
Ahora sí, un gato cruza la avenida; como corresponde, es pardo. Un hombre en bicicleta logra esquivarlo, y el gato no se hace cargo del insulto. Una vez más, la noche se traga esas palabras, al gato y al ciclista.
Clack-clack, semáforo inútil en rojo para Constitución. El colectivo de la línea 551 (una especie de bloque luminoso y vacío) no debe verlo, porque pasa de largo.
Todavía falta mucho para que el sol empiece a despuntar. Las cosas no van a cambiar hasta entonces.